lunes, 9 de agosto de 2010

PALABRAS


Una vez soñé que estaba narrando cuentos y sentí que alguien me palmeaba el pie para darme ánimos. Bajé los ojos y vi que estaba parada sobre los hombros de una anciana que me sujetaba por los tobillos y, con la cabeza levantada hacia mí, me miraba sonriendo.

- No, no – le dije – súbe tú a mis hombros, pues eres vieja y yo soy joven.

- No, no – contestó ella –así tiene que ser.

Entonces vi que la anciana se encontraba de pie sobre los hombros de otra mujer mucho más vieja que ella, quien estaba encaramada en los hombros de una mujer vestida con una túnica, subida a su vez sobre los hombros de otra persona, la cual permanecía sobre los hombros….

Y comprendí que era cierto lo que me había dicho la vieja del sueño porque así tenía que ser.

El alimento para la narración de cuentos procede del poder y de las aptitudes de las personas que nos han precedido. Según mi experiencia, el momento más significativo del relato extrae su fuerza de una elevada columna de seres humanos unidos entre sí a través del tiempo y el espacio, esmeradamente vestidos con los harapos, los ropajes o la desnudez de su época y llenos de una vida que todavía se sigue viviendo.

Los cuentos ponen en marcha la vida interior, y ese reviste especial importancia cuando está amedrentada, encajonada o acorralada. El cuento engrasa los montacargas y las poleas, estimula la adrenalina, nos muestra la manera de salir, ya sea por arriba o por abajo, y en premio a nuestro esfuerzo, nos abren una anchas y cómodas puertas donde antes no había más que paredes en blanco. Unas puertas que nos conducen al país de los sueños, al amor y a la sabiduría, y nos llevan de vuelta nuestra auténtica vida de mujeres sabias y salvajes.

Clarisa Prinkola Estés (Psicoanalista, poeta, estudiosa de antiguos relatos y conocida narradora)

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